El jardín del filósofo
Somos pájaros ebrios
revoloteando ideas
graznando comentarios
picoteando recuerdos
alrededor del árbol
que nos cobija a todos.
Hemos traído flores
para formar un bosque
y así teñir de blanca irrealidad
tu muerte.
¿Podemos ver el árbol?
En el salón austero
se adivinan parvadas
y en el silencio pulsa
el dictado boreal de las semillas.
Cada uno trae consigo sus ofrendas
brotes de otros jardines
que visitaste
en momentos recientes o remotos.
Vienen con sus palabras
huellas de luz
en la penumbra de sus pensamientos.
Cargan en su canasta gestos, signos
heridas sociales y amores abatidos:
la soledad humeante
que saboreamos, sin notarlo
en el café.
Porque aunque somos aves
nos hemos agrupado en ramilletes.
De pronto, el viento
nos inclina, nos bate y adormece.
Luego nos desplazamos
buscando cicatrices
para asirnos un rato
a esas historias que nos den
pertenencia a éste u otro mundo.
Yo me acerco a tu orilla
cada tanto
en donde crece el tronco milenario
y te entrego la espina de mi voz.
Una hoja del árbol
En donde se iluminó el buda
te acompaña.
Algunos chocolates
reposan junto a ti
como aquellos tesoros que los antepasados
dejaban en las tumbas de sus muertos.
Alguien ha colocado un paliacate en tu ataúd.
Consignas y plegarias se confunden
bajo la autoridad de tu regazo.
Es una fiesta triste
un día de campo en la ciudad tan gris.
Prolongamos la tarde
cada cual en su rama
pretendiendo alejar la oscuridad
acaso un rato más, otro poquito
y no desvanecernos de dolor.
El sueño del jardín desaparece.
Despedimos tu cuerpo para siempre
pero el murmullo queda.
La sombra protectora del follaje.
De Liquidámbar, Mantis Editores, 2017