La lámpara del buró

La lámpara del buró entiende de sentimientos. Cálida y oportuna, alumbra pero no deslumbra. Desvanece las sombras excesivas, respetando aquellas que nos sirven para acompañarnos de recuerdos o para indagar en los recovecos de la reflexión. Es un pequeño sol que hace del cuarto su íntimo sistema planetario. La medicina, el vaso de agua, el libro que leemos antes de dormir, los muebles de la recámara, los muros, se tiñen de su amorosa gracia.

Cuántas veces, cuando la luz natural comienza a extinguirse porque el día muere, y sentimos esa cotidiana agonía, cuando algo de nosotros se esfuma con los últimos tonos ocre de la tarde -a punto de apagarnos y disolvernos en la noche que es la gran ausencia- la luz de la lámpara nos salva del naufragio. Con sólo un toque, el mundo se vuelve nuevamente lo suficientemente anaranjado para ser habitable.

La lámpara sobre la mesa de noche hace las veces del fuego de los hombres primitivos. Gracias a ella dominamos a los monstruos interiores y exteriores. Es fiel la lámpara. Nos acompaña sin robarnos la soledad. No es tan alegre como la luz neón de los supermercados, no ríe a carcajadas. Sonríe y está presente. Sigue nuestras lecturas con el interés de un buen amigo. Matiza nuestro cuerpo con la suavidad de un buen amante. Nos rescata a media noche de las pesadillas como una buena madre.

Cuando desde la calle miramos que una ventana se ilumina con la luz de una Como los cirios en los templos, la luz del buró vuelve sublimes los espacios interiores y le otorga sentido a nuestra frágil existencia.

Pequeña lámpara, nos llega una certeza: alguien habita ese rincón del mundo. Alguien vibra, siente, pulsa bajo esa luz que se sostiene como un pequeño incendio contenido.

De El habitante, Paraíso Perdido, 2018