El viento perdurable
Jorge Esquinca
Fuente: La Jornada Semanal, domingo 13 de enero de 1991.
Que no se vaya el viento, UNAM, colección El ala del tigre, México, 1990.
Hace poco más de tres años, dentro de un libro colectivo, Carmen Villoro publicó un grupo de poemas reunidos bajo el título Barcos de papel. Ya entonces no era difícil advertir en ellos un tono, un aliento, que la distinguían entre las poetas con las que compartió el volumen. Tal vez una de las principales virtudes de esos poemas era la soltura, la naturalidad de su expresión. Con una aparente facilidad, Carmen Villoro lograba decir los sitios del encuentro entre las palabras y los sentidos. Al hacerlo compartía un secreto, pero sin disipar jamás su misterio. La voz de su poesía, clara y liviana, parecía rozar apenas cada cosa, y mediante ese sencillo y fugaz contacto, entablar una amistad de muchos años. Era una suerte de epifanía, de serenidad jubilosa. Y, sin embargo, Carmen sabía que era apenas el comienzo.
Que no se vaya el viento es el primer libro de Carmen Villoro. Un primer libro que es la feliz confirmación de una poeta. En el transcurso de estos años Carmen fue ahondando las vetas que ya se mostraban en su poesía: la infancia y sus juegos cotidianos, el color sepia del tiempo que hace casa en la memoria. Si la niñez es el traje de fiesta del recuerdo, en la poesía de Carmen tiene también otros matices, cielos nublados, noches de estrellas escondidas. Una presencia “repentina y eterna” que se manifiesta cuando se aplica una cierta mirada sobre la realidad más elemental: una resbaladilla, el camión de la basura, un pájaro, son veneros de azoro y remembranza.
Que no se vaya el viento está bordado con el hilo tenue de la nostalgia. En cada uno de los meses del año Carmen ha sabido ver un grano de arena en el reloj de nuestras vidas, un signo de nuestra materia fugaz, un testimonio –como en el espléndido poema dedicado al 14 de febrero- de lo que no ha de volver. Que no se vaya el tiempo, parece pedir la poeta.
Y este reclamo, esta súplica surge con la naturalidad del niño que pide un vaso de agua. Escribir parece ser en este caso una manera de rescatar ese viento, ese tiempo que es nuestra propia sustancia; una forma de vencer al desencanto: “Vibro, tiemblo, mientras pueda”, dice Carmen. Su poesía surge como la confirmación de este sacudimiento, de aquí que la poeta haya reconocido en la fuerza mediadora del amor, en el cuerpo mismo del amado, el destello intermitente de la salvación humana. Cuerpo y paisaje se hermanan en la poesía de Villoro, fiesta de los sentidos y recreación del mundo a través de las palabras, el cuerpo del amado es un paisaje que es necesario recorrer a tientas, con el alma en las yemas, con la mirada despierta, abierta. Hay en este libro una gentileza poco usual en nuestra poesía más reciente, un tono encontrado en la sobriedad; hay, en el delicado equilibrio de su arquitectura, un decir poético personal conseguido sin violentar la naturaleza del lenguaje sino, más bien, fluyendo con ella, dejándose acompañar, como ese viento que quisiéramos siempre retener porque forma parte de las cosas más entrañables.