Jugo de naranja
Ana García Bergua
Fuente: La Jornada, suplemento cultural 318
Muchos seres humanos tienen grandes ambiciones. De hecho, no es difícil sucumbir a la seducción de las grandes ideas, las grandes fortunas, los grandes amores o las empresas que rebasan las capacidades corrientes de los hombres y las mujeres. Pero lo cierto es que nuestra vida no es grandilocuente, sino que suele transitar en momentos pequeños, unidos entre sí como los vagones de un ferrocarril: hacemos cola en un banco, vamos a comprar comida, tomamos a lo largo del día diversas infusiones, les amarramos las agujetas a los niños, trabajamos con un lápiz o con un clip; a veces llueve, a veces paseamos nuestra soledad y a veces, en raras ocasiones, encontramos en la acera una moneda. Y también a veces esta sucesión de momentos pequeños, conformados por objetos cotidianos, por acciones limitadas, alimenta en nosotros la percepción luminosa de algo mayor, o, como la magdalena de Proust, llama a una evocación intensa y dolorosa.
Carmen Villoro ejerce aplicadamente dicha facultad, a través de este tránsito de imágenes que es Jugo de naranja (Trilce Ediciones, 2001), momentos de vida que parecen transcurrir siempre en el borde de algún abismo. Momentos cálidos a veces, a veces tristes o alegres, a veces incluso trágicos, las estampas de su libro forman un mapa de viaje que el jugo de naranja echa a andar, como echa a andar cada uno de nuestros días, sin que sepamos bien a bien qué va a pasar, y que concluye con la algarabía de la Navidad y el Año Nuevo. La suya es una bitácora de la vida sensible, a medio camino, quizás, entre el diario y la viñeta, llena de hallazgos poéticos y estéticos sorprendentes a la vez que entrañables.
En efecto, Carmen Villoro encuentra el amanecer en una taza de té de manzanilla, y bebe al tiempo como un licor en una copa, en cuyo fondo la mira la muerte. La amistad la toma a sorbos pequeños, amargos y reconfortantes, como una taza de café. Puede percibir el llanto discreto de los paraguas bajo la lluvia y admirar la humildad del lápiz, siempre dispuesto a desdecirse, o el heroísmo kamikaze del cerillo que lo lleva a inmolarse. Entre toda la gama de situaciones cotidianas reales y emocionales que desfilan ante nuestros ojos, bañadas con una nueva luz, son de los más notable sus imágenes meteorológicas, como esta del invierno en las plazas provincianas:
En tierra caliente, la nieve llega en copos de colores. Sobre barquillos de galleta, la mirada esquía. No hay lagos de hielo firme, pero la lengua patina sobre duros bloques de limón. Aquí la nieve no cubre calles y tejados, se concentra en vasos donde los reflejos se tiñen de grosella…
O la de la narradora prácticamente convertida en huracán:
Te preguntas por qué bautizan a los huracanes con nombres de persona: Gilberto, Paulina. Después recuerdas el día aquel, no muy lejano, en que arrasaste puerto conocido, rompiendo sus pequeñas embarcaciones, tirando sus refugios, deslavando sus ilusiones, sepultando sus sueños…
Los objetos y los seres, en este libro, adquieren capacidades extraordinarias; pueden ser como talismanes, o constituir una verdadera pesadilla. Su presencia, ya trágica como el gorrión muerto que es todos los pájaros, ya festiva como los musicales tendederos o las glorietas, ya estorbosa, absurda y cómica, posee en estos textos una peculiar contundencia: la que les otorga esta mirada que pareciera no pasar nada por alto, que no se aturde en el tráfago de las cosas pequeñas y, por el contrario, las observa con atención entomológica, pues percibe que ellas son el sustento de nuestras vidas y nuestras emociones, que con ellas libramos nuestras luchas más enconadas:
La ropa sucia se ha amotinado en la plaza central del clóset; la olla express está en huelga de hambre hasta que le cambien el empaque; los habitantes del refrigerador se han puesto a derramar sustancias pegajosas; la cama, estrafalaria, se niega a alisar sus ropajes; los zapatos en desorden no quieren guardar filas y tú, ama de casa, no sabes en qué bote de basura arrojarte, en qué cajón revuelto esconderte para no librar la batalla cotidiana.
Quizá esta mirada atenta, meticulosa y lúcida, aunque no es infantil, comparte la escala de la infancia, aquella que convierte las esperas, los árboles y los escalones en obstáculos o esperanzas inconmensurables. En Jugo de naranja, esta percepción pausada alcanza extremos minimalistas y devuelve a la infancia su regalo:
Me gustaría ir de vacaciones a tu cuaderno de geografía. Viajar en plumón hasta los litorales trazados por un lápiz, internarme en el mosaico de colores con nombres de países. Me gustaría caminar sobre ese pastizal de rayones amarillos y calentarme con ese sol planito que se asoma en la esquina de la hoja. Navegar en ese río impresionista que se sale del borde y quedarme atrapada para siempre en una inverosímil, luminosa, espléndida falta de ortografía.
¿Quién pudiera transitar por la vida como Carmen Villoro? En sus textos ha logrado aislar, fotografiar las partes más fugaces, buscar el deleite y el dolor en la presencia silenciosa de los objetos que forman nuestro mundo diario, en las situaciones que de tanto repetirse se vuelven invisibles. Uno tiene la impresión, al leerlos, de que no ha vivido, de que ha dejado pasar a la lluvia, que ha fumado cigarros sin aprender nada, que no ha sabido recibir el amor de sus calcetines y ha corrido el riesgo de que la manguera enroscada al acecho lo pique como una víbora, de que ha hecho cientos de veces la cola en el banco sin percibir las veredas de transparencia que trazan los limpiavidrios y ha comido sus tortas sin evocar la caricia de la lechuga como la de unos labios, entre tantas cosas. Así, el humor y la melancolía que simultáneamente permean estas prosas rápidas y económicas, pero tan generosas con sus deslumbramientos, quedan sedimentados en el alma del lector como si fueran parte de una vida pendiente, de una tarea por hacer. Dice nuestra autora:
La vida está hecha de pequeñas muertes, ciclos que comienzan y terminan. Pero, en el tiempo, las heridas que duelen no son las que se abren, sino las que se cierran para siempre. Cuantas veces nos despedimos de nosotros mismos, cuántas nos dejamos a la orilla del camino. Hoy somos otro que acaso extraña al que antes fue, pero ya no lo reconoce. Por eso, el temor a la muerte no es un miedo a lo desconocido, sino a lo conocido.
Por eso, antes de volver a morir, vale la pena hacer esta tarea y empezar un nuevo ciclo o un nuevo día con este Jugo de naranja que, como señala Carmen, disuelve los temores y alivia las heridas.